Titulo: Tokio Blues, Norwegian Wood
Autor: Haruki Murakami
Editorial: Tusquets Editores
Traducción: Lourdes Porta
Encuadernación: Tapa blanda (de bolsillo)
ISBN: 9788483835043
Edición: 2013
Páginas: 381
Precio: 9,95€
SINOPSIS:
Mientras aterriza en un aeropuerto europeo, Toru Watanabe escucha una vieja canción de The Beatles que le hace retroceder a su juventud, al turbulento Tokio de los años sesenta. Recuerda entonces con melancolía a la misteriosa Naoko, la novia de su mejor amigo de la adolescencia. El suicidio de este les distanció durante un año, hasta que se reencontraron e iniciaron una relación íntima. Sin embargo, la aparición de otra mujer en su vida lleva a Toru a experimentar el deslumbramiento y el desengaño allí donde todo debería cobrar sentido: el sexo, el amor y la muerte.
OPINIÓN PERSONAL:
Como de costumbre me reafirmo en que Murakami es uno de mis autores favoritos; podría decir que encabeza esa lista, pero creo que no sería capaz de elegir sin dudar sólo a uno. De nuevo, como me ocurre con todas sus novelas, siempre hay una o dos páginas al final que consiguen descolocarme toda la historia y replantearme seriamente si me gusta o me disgusta cierto personaje. He devorado el libro como hacía tiempo que no hacía, concretamente desde el verano, eso es siempre buena señal.
SOBRE EL AUTOR:
Murakami se siente un bicho raro dentro de la sociedad japonesa,
diseñada en sus propias palabras para crear ovejas que van donde se les
dice. Así lo describe en sus recuerdos de la
escuela, donde él era un niño con la cabeza en las nubes, volcado en la
lectura. Joven en los sesenta, se situó al margen del sistema, con un
bar donde podía poner música. Evoca años duros, de mucho trabajo y no
llegar a fin de mes, en los que ni se le pasaba por la cabeza ser
escritor.
Ese el otro ángulo en el que se siente extraño, ajeno a la tradición
nipona: decidió escribir de golpe, una tarde que veía un partido de
béisbol con una cerveza. Con 29 años comenzó su primera novela por las
noches en la cocina. Tuvo éxito, le dieron un premio y de inmediato
nació en él una sensación de no ser aceptado por el mundillo literario
japonés. Desde entonces arrastra una concepción de la escritura como
resistencia, como pelea contra la adversidad, que entronca perfectamente
con su visión individualista de la vida. Es significativo que compare
el oficio con un ring de boxeo donde lo más difícil no es pegar bien un par de veces y llevarse los aplausos, sino mantenerse en pie hasta el final.
Al sentarse ante un folio la primera vez sintió con claridad que el tema
era, precisamente, “no tengo nada que escribir”. Aunque luego asegura
que nunca ha padecido el bloqueo del escritor. Confiesa que no tuvo una
infancia especialmente reseñable, nada traumático, familia de clase
media, todo normal. Es decir, no disponía de material dramático de
primera mano. Solo el impulso de expresarse, escribir y divertirse
haciéndolo. Lo que más le ayudó fue la música, el jazz, construir frases
como si tocara un instrumento. “La clave es no perder nunca la sana
ambición de lograrlo”, concluye.
Las duras críticas en su país, donde se le acusa de batakusai
‑apestar a mantequilla‑, reprochándole simpleza y un estilo
americanizado, le hicieron de hecho irse al extranjero. Esperando
incluso, admite, volver al cabo de unos años, que eso hubiera cambiado y
le recibieran como el hijo pródigo. El deseo de estar a la altura,
tomarse en serio un oficio en el que se sentía una aficionado, le empujó
a un cambio total de vida para afrontar su tercera obra, La caza del carnero salvaje (1982): vendió su bar, se fue de Tokio, empezó a acostarse, madrugar y hacer deporte.
“Tenía que escribir una novela y para ello debía reunir todas mis
fuerzas”, resume. Comenzó a forjar una disciplina que hoy se traduce en
escribir diez páginas al día, 300 al mes. Puede parecer más un trabajo
de fábrica que de artista, admite, pero se pregunta por qué un escritor
tiene que comportarse como un artista. “Admitir que no hace falta serlo
constituye un alivio inmenso”, sentencia.
Fuente: periódico El País
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